Cada ciudad tiene un río en el que mirarse y Zamora tiene al Duero, sobre cuyo lecho se levanta desde su imprecisa fundación como asentamiento castreño en la Edad del Bronce.
Sucesivos pueblos y culturas se irían superponiendo en el enclave, en el que los romanos, según algunas fuentes, sitúan una de sus mansiones, Ocellum Duri, en plena Vía de la Plata que unía Mérida y Astorga.
Un lugar bien defendido no sólo por el río, sino también por la propia topografía, a la que se sumarían después sus famosas murallas, que le valieron el sobrenombre de ‘la bien cercada’.
Del apogeo de la ciudad medieval queda la gran densidad de iglesias románicas que atesora Zamora por la expansión de la población y la fundación de nuevos barrios. El magnífico templo de la catedral preside la ciudad con su singularísima cúpula, donde el estilo románico francés se mezcla con las influencias mozárabes.
En los siglos siguientes se construyen interesantes ejemplos de arquitectura civil, palacios góticos y renacentistas, un esplendor que no volverá a alcanzar hasta finales del XIX y comienzos del XX.
En ese tiempo se construyen bellos edificios residenciales de aire eclecticista o decididamente modernista, junto a otros de carácter social como el Casino, los dos teatros, el antiguo palacio de la Diputación Provincial o el Mercado de Abastos.
Por lo demás, el devenir del tiempo ha ido dejando en la ciudad una buena muestra de construcciones contemporáneas que han terminado por convertir a Zamora en un referente de la arquitectura actual.
Una pequeña ciudad de provincias a escala del hombre, en la que se puede leer el paso de la historia urbana y de los ciudadanos que en ella han dejado su huella.
Una ciudad para disfrutar de la lentitud y de la vida tranquila, recorriendo sus pequeñas tiendas, bares y plazas, y degustando su buena gastronomía.