La ciudad de Zamora, tan alejada de los grandes centros de poder, ha conservado un singular lote de construcciones románicas, perenne rosario de cuentas pétreas que jalona y acaricia el viejo núcleo medieval y sus arrabales.
Algunos templos se han convertido en emblemas del estilo, es el caso de la chepa del escamado saurio que quedó fosilizado en su cimborrio catedralicio; otros han conservado un envidiable vigor juvenil inasible a sus prótesis, ocurre con Santiago del Burgo y San Ildefonso; los hay que sirven de cofre a joyas incuestionables, pasa con la Magdalena y su encantador sepulcro o con Santiago de los Caballeros y sus abigarrados capiteles del interior, pero todos siguen seduciendo por arte de la mudez justa y la seducción inapelable.
A mayores conservamos parcas antiguallas de arquitectura civil y otros testimonios defensivos en forma de puertas para franquear los sucesivos recintos amurallados.
El románico de la capital zamorana abruma por su carácter híbrido y sintético, primorosa arquitectura de frontera, con acordes de solar romano y exóticas notas morunas. Capaz de poner los pelos de punta por sus arpegios francos y sus redobles de orden militar.
Románico umbral de la Extremadura leonesa, enhebró ingredientes ensayados aguas arriba del Esla y se hermanó con savias castellanas llegadas desde Ávila de los Caballeros para, siguiendo la vía de la Plata, fecundar los focos salmantino y mirobrigense.
La cabecera de Santo Tomé, la Puerta del Obispo, el sepulcro de la Magdalena, los capiteles del interior de San Juan de los Caballeros o el desmigado calendario de San Claudio son sólo algunos latidos que permiten auscultar el corazón de un singular conjunto románico capaz de hechizar al viajero más ajetreado.